LIBRO AQUELLA VEZ EN BERLIN PDF GRATIS

Londres. Viernes, 12 de febrero de 2016 Si la memoria no me fallaba, habian transcurrido poco mas de quince anos desde que vi a Marie por ultima vez. Su recuerdo irrumpio nitido en mi memoria, como si el tiempo no hubiera dejado su turbia huella sobre el: Marie paso junto a mi, sin despedirse, en direccion al primer taxi estacionado delante del hotel. Una vez acomodada dentro, se giro hacia la ventanilla y me miro sin verme. Tenia el rostro enrojecido, la mirada vidriosa, expectante, como de no entender que sucedia. Su mano enguantada aferraba con fuerza el guardapelo que llevaba al cuello. El coche arranco enseguida y se perdio entre el trafico de la avenida Unter den Linden. Pero estoy convencido de que ella seguiria atrapada entre las paredes floreadas de la habitacion del Adlon, con el eco de las palabras de Richard reverberando en sus oidos como el estribillo de una mala cancion, que no puedes dejar de tararear: palabras, frases hechas que yo le oi ensayar ante el espejo dias antes, sin atreverme a preguntar. <>. Palabras que cambiaron las vidas de ambos para siempre. Perdido en reminiscencias del pasado, no me percate de lo tarde que era hasta que eche un vistazo al reloj. Si no me ponia en marcha, no llegaria a tiempo al aeropuerto para recoger a Marie. Decaido, aparte la vista de Richard y me gire.

La enfermera del control central reparo en mi estado, levanto la mano y dibujo una leve sonrisa a modo de despedida. Le correspondi con un ligero parpadeo de asentimiento y me dispuse a salir. Richard estaba ingresado en la UCI del area privada del University College Hospital. Los acompanantes y familiares esperabamos noticias en unas habitaciones anexas, a las que se llegaba a traves de un pasillo siempre desierto. Y alli nunca se oia un llanto ni un gemido ni una palabra mas alta que otra. Sali al recibidor y, de manera automatica, mire hacia atras antes de pulsar el boton de bajada del ascensor. No me gustaba dejarlo solo en el hospital. Las puertas se abrieron y entre indeciso. Me mezcle con el genuino ambiente hospitalario; ese limitado mundo definido por el sufrimiento, la rabia, las preguntas sin respuestas, la desesperanza, el dolor y las perdidas; por la fe ciega en los especialistas, en la avanzada tecnologia, en farmacos sofisticados y, como no, en las suplicas que ansian un milagro. Un mundo de contrastes del que yo solo era consciente cuando subia o bajaba. Entonces, reparaba en los rostros de profundas ojeras, en los rictus de confusion, en las lagrimas o en los panuelos estrujados entre las manos. Esas personas anonimas me devolvian a la realidad y, en ese corto viaje desde la novena a la planta baja, me preguntaba si se sentirian tan solas como yo. El trayecto en coche desde el hospital hasta el aeropuerto, unos sesenta minutos en un dia normal, se multiplicaba los viernes, sobre todo, si llovia con intensidad. El limpiaparabrisas, con su monotono ir y venir, me sumergio en un singular estado que fluctuaba entre la conduccion automatica y los recuerdos. Dicen que al acercarte al final de la vida pierdes la perspectiva de futuro; de ese modo, la incertidumbre provocada por ese vacio existencial hace que el pasado regrese para apropiarse del presente hasta confundirse con el.

Eso me sucedia en los ultimos dias. La afliccion por lo que le habia ocurrido a Richard me habia transformado por completo. Yo que siempre habia vivido anclado en el ahora, a pesar de que en ocasiones fuera oscuro, lacerante y desolador, me sentia amenazado por una fuerza desconocida que me urgia, sin sentido ni razon, a desenterrar unos hechos sepultados en las mazmorras de mi cerebro y que por nada ni nadie me hubiera gustado recuperar. Aparque el coche. Durante unos instantes observe embobado las escobillas que despedian el agua del cristal, al compas del aria <> de la opera Tristan e Isolda, de Wagner. Richard, Richard... Al retirar la llave del contacto, el silencio me traslado a su lado. Cerre los ojos y lo vi: inconsciente, palido, su cuerpo recorrido por cables que lo conectaban a distintos aparatos; debatiendose entre la vida y la muerte. Senti que me ahogaba. Con las manos temblorosas, me afloje la corbata e intente desabrocharme el boton del cuello de la camisa. Unos golpes en la ventanilla me sacaron de mi estupor. Sin pensarlo, pulse el boton para bajarla. --Hola. ?Te marchas? --?Como? --Te preguntaba si te ibas. --No, no. Acabo de llegar.

Una joven pelirroja, de cara pecosa, timida sonrisa, mochila a la espalda y calada hasta los huesos me estaba hablando y yo no sabia ni donde me hallaba. --Tengo que llegar a Londres y queria saber si podias llevarme. --Lo siento... No puedo... He venido a recoger a una persona. --OK. No pasa nada --dijo entre dientes, antes de alejarse. Mi cabeza seguia en el hospital. No podia pensar con claridad. Tarde unos minutos en darme cuenta de lo que habia sucedido. La chica no debia de tener dinero para coger un transporte. Yo mismo habia hecho autostop de joven cuando iba de un lado a otro del pais con los bolsillos vacios. Me hacia cargo de lo embarazoso que resultaba, el desamparo que se sentia cuando no te prestaban ayuda y el miedo ante lo desconocido. Un miedo visceral, intenso, imposible de compartir, que disimulaba tras una aparente sonrisa. <>, pense. Una extrana fuerza me empujo fuera del coche. No podia consentir que la chica se quedara tirada en el aeropuerto con el mal tiempo que hacia.

!Parecia tan joven! Abri el paraguas y camine por el aparcamiento, pero no habia ni rastro de ella. Atravese las puertas de la terminal de llegadas y la busque por todos lados. Tampoco estaba alli. .